Superar el maratón tras un tumor cerebral

Si piensas que estás vencido, lo estás.
Si piensas que no te atreves, no lo harás.
Si piensas que perderás, ya has perdido.
Y es que muchas carreras se han perdido antes de haberse corrido.
Y muchos cobardes han fracasado antes de haber su trabajo empezado.
Piensa en grande y tus hechos crecerán.
Piensa en pequeño y te quedarás atrás.
Piensa que puedes y podrás.
Es bueno correr, pero es mucho mejor poder correr.

Bien, aquí me tienes. Me digo a mí mismo cuando ya me encuentro camuflado entre la espesa muchedumbre multicolor a punto y dispuesto para tomar la salida.


Faltan diez minutos para que suene el disparo que indica el inicio, y otros diez más creo que tardaré yo hasta llegar a poder cruzar la línea de salida y comenzar la carrera. Mi compañero Ernest y yo nos hemos encontrado con colegas de Mataró y nos hemos unido al grupo. En un momento tan importante siempre va bien estar en buena compañía para cambiar impresiones y bromear distendidamente liberando tensiones. Poco después ya me he procurado un poco de soledad mental, porque tengo la imperiosa necesidad de consumir rápidamente estos eternos veinte minutos de inquieta impaciencia.


Creo que ya es un acto de valor el estar aquí, mío y de las casi veinte mil personas que están dispuestas a realizar el sacrificado esfuerzo de completar los 42 kilómetros y 195 metros de la mítica prueba. Corredores y corredoras que intentarán batir su mejor marca y atletas de élite que buscarán el triunfo. Pero los otros, la mayoría, en los cuales me incluyo, lo haremos para demostrarnos que vamos a poner toda nuestra tenacidad para poder conseguirlo.


Hace diez años, cuando empecé a correr, me propuse celebrar mi cuarenta cumpleaños corriendo un maratón, pero por mucho empeño que ponía en el entreno no obtenía progresos ni resultados satisfactorios. Una fatiga anormal me asaltaba regularmente. Físicamente algo no funcionaba bien. Dolores de cabeza cada vez más asiduos y prolongados provocaron que la aspirina fuese mi más fiel compañera. Finalmente, un tumor residente en lo mas recóndito de mi cerebro se reveló como la causa de todos los males y se necesitaron ocho horas de delicada operación quirúrgica y una exquisita precisión en las manos de un veterano neurocirujano para llevar a cabo tan peliagudo desalojo. Gracias, doctor Gastón. La recuperación fue lenta y llegué a pensar que nunca más podría correr, ya que primero tendría que volver a aprender de nuevo a caminar. El sueño del maratón se guardó en el cajón del olvido.


Pero pasó el tiempo, la máquina poco a poco se fue engrasando y nuevamente mis piernas aprendieron a correr. Entrenaba, me sentía bien y me encontré otra vez metido de lleno en la órbita del running. Desempolvé la idea, hace un año lo pensé y tomé la decisión: el 2012, año olímpico, daría el salto al maratón.


Y aquí estoy, nervioso e impaciente. El madrugón ha sido de órdago, el despertador ha sonado una hora antes, ya no podía dormir y me he levantado para desayunar: un panecillo con miel, otro con fiambre de pavo, un zumo de frutas, un bol de cereales con yogurt bebible y un café solo con poco azúcar. Lo de vestirme ha sido todo un ceremonial, como los toreros antes de salir a la plaza. Lo tenía todo preparado de ayer, la ropa, el dorsal, el chip, las bambas, todo esperando en una silla.


Avanzamos poco a poco hacia la salida. Ya sonó el disparo y dos cañonazos de papelitos de colores dan un aire carnavalesco a la zona donde se encuentra el arco del reloj digital. La avenida María Cristina es un gran caldero de brebaje en ebullición a las ocho y media de la mañana. A mi lado tengo a Ernest, un amigo de fatigas que también correrá su primer maratón. Hemos entrenado juntos algunas veces y casi nos hemos lesionado juntos también. Comenzamos el entreno por Navidad, todo marchaba como estaba previsto, seguíamos programas de entreno de algún libro o revista especializada, lo más básico dos o tres días a la semana sesión minima de una hora y los domingos tiradas largas aumentando progresivamente las distancias, veintiséis, veintiocho, treinta kilómetros como mínimo. Hicimos el medio maratón de Granollers en febrero consiguiendo los dos marca personal. Estábamos en buen camino. Pero a la semana siguiente él tenía problemas en un gemelo y a mí en un entreno suave me apareció un pinchazo doloroso en el pie derecho. Ya en casa tenía dolor incluso al caminar. Pasé tres días aplicando pomadas, pero la molestia persistía. Qué mala pata, todo el invierno entrenando con frío, viento, lluvia e incluso nieve y ahora que llega el buen tiempo tengo que resignarme al recogimiento y parar el entreno. Esto no podía continuar así, voy a la Seguridad Social a que me lo miren y después de una desinteresada exploración de la doctora que dice no encontrar ninguna anomalía y pronosticar que debe ser algún problema tendinoso, receta antiinflamatorios y reposo. Pasan quince días y el doloroso problema continua, provocando mantener la inactividad. La verdad es que el reposo nada más lo llevé a la práctica cuando dormía, el trabajo y la vida cotidiana no me permitía más.


El reloj digital ya marca cinco minutos y aún estamos bastante lejos, por megafonía suena estridente aquella famosa canción del 92 “Barcelona”, del Mercury con la Caballé y la ansiosa impaciencia nos hace bromear. Ernest me dice aplicando al maratón la frase del cuento de Alicia en el país de las maravillas al entrar al laberinto: "Empiezas por el principio, sigues adelante y cuando llegues al final te paras", y yo, como aún vamos caminando le digo que si este es el ritmo que vamos a llevar ya es bueno. También nos recordamos que un maratón no es más que una carrera de doce kilómetros a partir del kilómetro treinta.


Tan sólo hace dos semanas que empecé de nuevo entrenar y aún con molestias. Después de pasar un mes sin hacer nada y de incluso plantearme no correr el maratón salí una mañana a probar e hice una hora de rodar suave. Un par de días después curioseando en una tienda de deportes encontré unos calcetines elásticos con refuerzos que aguantaban y estabilizaban el tobillo y el domingo anterior al de la carrera quedé con un compañero de trabajo, Toni, otro al que también le ha entrado el veneno del running en la vena, y me los puse para probar. Fue bastante bien y rodamos en un par de horas unos veinte kilómetros. La semana siguiente ya era la definitiva, el martes hice cuarenta minutos de rodaje suave y el jueves media hora de trotar y así, con este exiguo y triste vagar, me he presentado aquí con toda ilusión y sin más ambición ni proyecto que cruzar la meta corriendo.


Ocho minutos después del tiro. La música que ahora suena es mucho mas acelerada, boum, boum, boum, las piernas avanzan a su ritmo y este es el momento esperado, paso bajo el arco del reloj y piso con fuerza la alfombra de chips, pulso el botón del crono y ya estoy corriendo. Los primeros metros son escalofriantes, un gentío incalculable empuja con sus gritos de aliento, tambores, silbatos, la música. Es un momento sobrecogedor y me invade una emoción muy agradable al pasar por las torres venecianas que me despiden con alegría, esperando volver a verme muy pronto. El oleaje de atletas es espectacular, todo el mundo se hace su eslalon particular para encontrar el sitio, yo ya lo tengo y una vez pasados estos primeros metros de encontrarse, es hora de poner el piloto automático a velocidad de crucero (cada cual tiene la suya) y pensar en la estrategia a seguir. Empiezo a cavilar la forma de administrar mis recursos, tengo que engañar a mi cuerpo de alguna manera, moralmente me encuentro en un nivel bastante alto pero no nos engañemos, físicamente muy limitado. La inesperada e inoportuna lesión me mantuvo cuatro sin salir y eso a lo largo de la carrera querrá cobrarse su tributo, además, el dolor que yo sé que está ahí agazapado, puede hacer acto de presencia en cualquier momento. En la mano llevo la botella isotónica que empecé a beber media hora antes de la salida, cuando tomé un gel energético y una barrita de cereales, está por la mitad y hasta el primer avituallamiento me servirá de combustible. De momento el ritmo es suave, respiro solo por la nariz y puedo mantener algo de dialogo con Ernest que viene a mi lado. Otra vez pienso en como gestionar la cuestión y decido marcarme unos objetivos sobre la marcha. El primero será hacer diez kilómetros. Creo que será bastante asequible para mí, ya llevo algunas carreras de diez a las espaldas y no creo que me resulte difícil lograrlo, además, Julia, mi mujer, me dijo que estaría por allí con Montse, la mujer de Ernest, las dos llevan sufriendo esta aventura desde que decidimos emprenderla. Hoy también se han pegado el gran madrugón con nosotros y están dispuestas a patearse la ciudad para animarnos y empujarnos en varios puntos del recorrido. Gracias chicas por vuestro maratón.


Llevamos corridos cinco kilómetros para aclimatarnos y ya rodeamos el Camp Nou para enfilarnos a un avituallamiento de esponjas húmedas. Cojo una y recibo una agradable sensación al aplicarla en el cogote, aún no hace mucho calor, unos once grados, pero los rotores del organismo ya van cogiendo temperatura. Pisamos el colorido mosaico que han dejado las esponjas en el suelo y allá en la lejanía resuenan tambores a ritmo de batucada. Vaya, mi pie derecho me ofrece una primera punzada avisando de que no tardará en aparecer el dolor. Miro cómo pasa el asfalto bajo mis piernas y pongo la mente en blanco para que mi cerebro no tenga otra función que la de mover las poleas. Salvo ese ligero pinchazo debajo del tobillo, todo va bien. Ya pasamos los tambores y la aglomeración de público que los acompañaba, que quedaron atrás. El kilómetro diez está a tocar. Me duele el pie, pero puedo continuar y comienzo a pensar el próximo objetivo que será el kilómetro dieciséis, a partir del cual hasta la meta me faltarán veintiséis, que es la distancia más larga que pude realizar durante mi limitada preparación. La detestable lesión apareció justo en el momento cumbre de abordar las tiradas largas más extensas, veintiocho y treinta kilómetros y me fue imposible consumarlas.


Julia y Montse hacen su primera aparición llegando a las Arenas, poco más allá del kilómetro once y con su presencia y gritos de ánimo proporcionan un extra de energía que nos hace alargar la zancada y plantarnos en la Gran Vía al instante. Sorbo de agua, chorrito a la nuca y de nuevo a vaciar el pensamiento ninguneando el dolor, pienso que si soporté en su día aquellos intolerables dolores de cabeza éste del pie es una ligera memez. Avante toda, que la avenida es larga. Dejamos ya la Gran Vía y giramos rumbo norte en el paseo de Gracia. Aquí la multitud ofrece un colorido sensacional. Banderas de infinidad de países animando a sus compatriotas, pancartas con lemas de apoyo de cada cual a los suyos, consignas reivindicativas de infinidad de motivos. Esto es una gran manifestación de animación infinita a discreción. Al pasar delante de la sólida mole de La Pedrera, que observa impasible el paso de la popular comitiva de corredores, me percato de que mi dolor en el pie se está amortiguando. El sencillo experimento de tomar un ibuprofeno poco antes de las ocho de la mañana está dando resultados beneficiosos y esto hace que mis neuronas inyecten grandes dosis de optimismo que se distribuyen rápidamente por toda la totalidad de mis terminaciones nerviosas y corro repleto de felicidad.


Tenemos avituallamiento en la calle Rosellón, kilómetro quince. Me detengo para beber un vasito de bebida isotónica que entra de maravilla, tomo aire profundamente y reemprendo la marcha. En pleno momento de euforia alcanzo el segundo objetivo, el kilómetro dieciséis en la calle Industria. La maldita molestia ya ha desaparecido por completo y es el momento de pensar en el próximo objetivo que no puede ser otro que el ecuador de la carrera, el medio maratón que está tan solo a cinco kilómetros.


El giro a la derecha me coloca en la calle Cerdeña que presenta a mi favor una ligera inclinación dirección a mar, es decir, cuesta abajo, y aprovecho para dejarme caer relajando y liberando de tensión a toda la musculatura. Otro avituallamiento de esponjas me permite el poder aplicar una en la frente y cuello y con un par o tres de sorbitos de agua completo toda una regeneración de fuerzas, justo antes de llegar al majestuoso templo de todos los templos, la colosal catedral de la Sagrada Familia. Creo que no he estado nunca tan cerca y ante su inmensa presencia, aliada con la numerosa cantidad de público que jalea a nuestro paso, me hacen sentir deliciosas vibraciones que invitan a seguir adelante con gran euforia y optimismo. Ya se acabó la bajada y enfilamos ahora mil metros de recta en la calle Valencia, hasta llegar a la avenida Meridiana. En la confluencia el giro hacia la izquierda nos hace dejar en la esquina un escenario sobre el cual vemos un grupo de personas en bicis estáticas haciendo “spinning” al ritmo de una retumbante música para encauzamos en ésta diagonal noreste que nos llevará algo mas allá del kilómetro veinte.


Y ahí las tenemos de nuevo, nuestras queridas “cheerleaders” particulares. Es tanta la alegría que ahora siento al verla que espontáneamente salgo de la formación para ir hacia ella y besarla dándole a entender con este gesto de que todo va bien. "No pares", me dice, pero para mí esta fugaz parada es como recargar las baterías y me incorporo a la carrera con el depósito de combustible a tope. He perdido de vista a Ernest que a los pocos segundos aparece detrás de mí, creo que viene de hacer lo mismo con su mujer.


A mitad de Meridiana un grupo de rock ameniza nuestro paso con el "Money for nothing" de Dire Straits. El singular sonido de la guitarra de Mark Knopfler es imposible de imitar pero la entonación es aceptable y consigue propulsarnos. Algo más arriba, llegando al tramo final, un grupo de tambores me hacen recordar con su percusión algunas danzas de algunas tribus de indios norteamericanos. Y entre unas cosas y otras, distraídamente aparezco en el kilómetro veinte y un poco más adelante en el avituallamiento me detengo unos segundos. ¿Qué tenemos?, pregunto a la chica que me recibe con una sonrisa y una botellita de agua en cada mano. Doncs tenim isotònica, aigua i gel energètic, contesta ella en català siguiendo la broma. Bebo el vasito de isotónica y acepto un agua de las que me ofrece, cojo un sobrecito de gel del montón que hay encima de la mesa le digo adéu y reanudo la marcha. Gràcies voluntaris.


He perdido de vista a Ernest otra vez, seguramente no se habrá parado. Incremento velocidad a mi ritmo, serpenteo entre los atletas oteando con atención y al fin por su altura y la gorra blanca lo distingo a unos cincuenta metros. Acelero un poco más y me sitúo a su lado en el momento justo de alcanzar el medio maratón en 1 hora 58 minutos de carrera. Rompo con los dientes el sobrecito de gel y voy succionando el contenido, su estimulante sabor a chocolate me deleita hasta el punto de olvidarme que tengo que marcar el siguiente objetivo. Del agua bebo la mitad de la botellita para digerir bien el gel y entonces pienso, será el kilómetro veintiséis, es la distancia más larga conocida por mí hasta ahora y lo tendré al alcance corriendo sólo cinco mil metros más.


Cruzamos ahora por el puente de Calatrava y transitamos en estos siguientes cinco kilómetros por una zona inapetente debido a su escasez de gentes y nada atractiva fisonomía, menos mal que por lo menos se insinúa ingrávida la bajada otra vez dirección al mar por la Rambla Prim. Un brusco giro rumbo noroeste hacia la diagonal y a cien metros ya está la puerta del más allá, la dimensión desconocida. En las piernas empiezo a notar como si un millón de voraces termitas se estuvieran pegando un gran festín a costa de mis fibras. Inclino la botella frente a mi rostro y dejo caer agua, cuatro zancadas más y traspaso el umbral de los veintiséis. Hasta aquí todo bien, el pie no da señales de vida, el nivel de fatiga y desgaste se puede considerar normal para la altura de carrera en la que estamos por lo tanto, ¿qué me queda?, establecer otro nuevo reto, otro objetivo, pactar con mi cuerpo y decirle lo atractivo que sería llegar al mítico kilómetro treinta y buscar el famoso muro tan idolatrado por todo corredor que se precie. Siento curiosidad al pensarlo, ¿Cómo será? ¿Quizá de ladrillo blanco como el de Pink Floyd, o de severo bloque de hormigón como el de Berlín, o tal vez más robusto e infranqueable como el de las lamentaciones del pueblo hebreo en Jerusalén? Sea como sea, en mi mente no hay otra cosa que no sea saltarlo y si no fuera posible, traspasarlo igual que hacía Casper, ese simpático fantasmita de dibujos animados que veían mi hijo y mi hija cuando eran pequeños. Otra cosa será lo que diga mi condición física en ese momento claro, creo que será quien tenga la última palabra al final, ya veremos.


Llegando a la torre Agbar, esa errónea alegoría a la condición viril de esta hermafrodita ciudad, las tenemos de nuevo, nuestras dos queridas fans privadas desgañitándose infinítamente como si con ello propulsaran nuestra cada vez más cansina andadura, mentalmente es de agradecer, pero las piernas ya parecen no hacerles mucho caso. Viramos en redondo para deshacer lo andado en dirección contraria por el otro sentido de la avenida. En la mediana central, por el carril destinado al paso del tranvía, muchos atletas corren o caminan aprovechando la generosa blandura de la alfombra de hierba dándose así algo de reposo ante tanto castigo asfáltico. Las termitas continúan haciendo estragos en mis muslos, que de vez en cuando voy remojando recibiendo una afable tregua. Nuestro par de animadoras esta vez sólo han tenido que cruzar al lado opuesto de la avenida para seguir con su elocuente bulla ante nuestro paso que ya va un poco remolón. Veo que Julia me encañona con la cámara para inmortalizar el momento y yo levanto los brazos y sonrío ocultando todo rastro de sufrimiento para que no quede plasmado en la foto de por vida.


Un kilómetro más y llego al treinta entre temeroso y expectante. No lo veo, no está, no aparece. ¿A ver si en este maratón no lo han puesto?, disimulo, silbo, canto mentalmente, miro de reojo, nada, ningún indicio, ni rastro del tan renombrado muro, ni tan siquiera un simbólico tabique de “pladur”. Paso por el avituallamiento correspondiente y no me paro, agarro al vuelo la botella de agua que alguien me ofrece y paso de largo tirándomela por la cara. Tenían de todo, isotónica, fruta fresca, gel energético y frutos secos pero pienso en desaparecer lo más rápido posible de esta zona no vaya a ser que al pararme lo encuentre de golpe y me paralice convirtiéndome en uno más de los cuantiosos atletas que ahora ya se ven caminando, abatidos, cabizbajos y vencidos. Por otra parte, no quiero meterle al estómago más elementos de combustión, sería un contratiempo fatal tener que buscar ahora el baño desesperadamente. A partir de aquí, si puedo, seré como un camello y sobreviviré sólo con agua. Tengo escuchado que quien sobrepasa el kilómetro treinta completa con éxito el maratón pero yo no me fío, existen infinidad de factores que en cualquier momento pueden provocar el tener que claudicar y rendirse teniendo que arrojar la toalla irremisiblemente.


Flanqueamos la zona del Forum y entramos en la avenida Litoral, paralelos al Mediterráneo. He pasado un par de kilómetros acechando el tan afamado muro y al final me quedé con las ganas de encontrármelo, qué le vamos a hacer, quizá será en otra ocasión, ¿o no? Qué bien me lo estoy pasando, cómo lo disfruto. Tengo a mi condición física totalmente engañada, hago que crea que al término de cada objetivo está el final de la carrera y no, cuando lo cumple le vuelvo a proponer otro y así cada vez va picando. Ya sólo me queda un objetivo, igual que el primero, diez kilómetros más y ya está. Mi cuerpo protesta, reprocha y me dice que, por favor, no lo engañe más, que como éste no sea ya el último reto va a seguir corriendo Rita “la cantaora”. Las insaciables termitas han pasado ya de rodillas para abajo ampliando así el radio de acción del devastador banquete que se están dando a costa de mi glucógeno del que ya debe quedar muy poco. Para colmo alguien desde el público vocea: "Venga, venga, aquí ya se acabaron los espaguetis, ahora a tirar de grasas". Gracias, hombre, por recordarlo. El gracioso e incisivo comentario de humor negro provoca algunas forzadas sonrisas entre los hostigados atletas que lo hemos escuchado. Por favor, no tenemos ya fuerzas ni ánimos para esto.


En el avituallamiento del treinta y dos y medio me paro para renovar mi reserva de agua y no puedo resistir la tentación de coger una porción de naranja. A los pocos metros tiro la piel extenuada y me incomoda comprobar que tengo la mano derecha pegajosa como la miel y la enjuago con un chorrito de mi agua recién estrenada. Terminada esta minuciosa tarea, mi buen colega Ernest me comenta que se siente algo tocado y aflojará un poco el ritmo y que yo siga adelante. No es que yo me encuentre ya para muchas florituras pero al poco vuelvo la cabeza hacia atrás costosamente y compruebo como efectivamente se está descolgando con respecto a mí. Pero al poco tiempo de llevar mi aventura en solitario tengo una avería, una anomalía inesperada me asalta sin compasión, algo en el sistema logístico está fallando. Resulta que con motivo de la humedad por la sudoración, la plantilla de mi zapatilla izquierda ha retrocedido bruscamente formando un incomodo pliegue. Un agreste relieve en el centro del pie que provoca un aterrizaje forzoso de las ya maltrechas pisadas con el resultado de tener que ponerme a caminar renqueando. De tanto en tanto golpeo con la puntera el asfalto, a ver si en una de estas detonaciones la plantilla vuelve a su posición original. Cada punterazo en el duro pavimento prende una mecha que recorre desde la uña del dedo gordo hasta la última neurona de mi cerebro, asolando todo lo que encuentra a su paso. Lo más fácil hubiera sido parar, agacharme, quitarme la zapatilla, colocar bien la plantilla y seguir corriendo, pero ante tales pensamientos mis maltratadas piernas me advirtieron, ni se te ocurra llevar a cabo tan arriesgada aventura, como nos dobles hasta tal extremo te garantizamos que no podremos volver a ponernos derechas y mucho menos a mantenernos erguidas nunca más. Con lo cual no me queda otra que adaptarme a convivir con la nueva situación. La moral cae unos puntos por debajo de la media, pero no me impiden volver poco a poco incorporarme a correr. Avanzo incómodamente intentando revertir el trance buscando positivismo. Dentro de nada bordearemos el Parc de la Ciutadella, más público, más animación, entramos otra vez hacia la ciudad.


Kilómetro treinta y cinco, otro avituallamiento. Bueno venga, otro vasito de isotónica para escalar con más energía hasta el Paseo de Sant Joan. Llegando al Arco de Triunfo se va incrementando el número de espectadores y su consecuente alboroto de gritos y aplausos. Presto atención a unas voces que me suenan familiares y claro, cómo no, aquí están otra vez nuestras más devotas seguidoras exigiendo un último esfuerzo y espoleando de tal manera que fomentan el tener que apretar los dientes y prometer que no las defraudaré. Al pasar bajo el monumento me conjuro y mi nivel moral crece casi hasta los niveles anteriores al infortunado suceso del arrugamiento de la plantilla haciéndome afrontar con optimismo recorrer la Ronda de Sant Pere. Cruzo la plaza Urquinaona y justo a la altura del Corte Inglés, cuando me preparo para enfrentarme al giro de noventa grados y plantarme en la plaza de Catalunya el tobillo del pie derecho me pregunta en forma de agudo y doloroso pinchazo, ¿te habías olvidado de mí?, pues bien aquí estoy, he vuelto. Doblo la esquina caminando y siendo consciente de que ahora ya los dos pies están compinchados para abortar la misión y también me doy cuenta de que ya no me lo paso tan bien como antes, pero no lo voy a consentir a estas alturas y menos aún cuando me veo cuesta abajo otra vez dirección al mar.

Me dejo caer y arranco como una vieja y perezosa locomotora de vapor, entro en la avenida Puerta del Ángel delimitada en los laterales por una vallas que hacen que el público no cierre el paso de los atletas, giro a la izquierda y después a la derecha y salgo a la mitad de la Vía Layetana, continúo en bajada hasta que otra vez giro a la derecha para entrar en Calle Ferran por la cual accedemos a la Plaza de Sant Jaume, famoso emplazamiento y corazón administrativo de la ciudad. De un lado el Palau de la Generalitat y del otro l´Ajuntament como si de una pista de tenis a punto de comenzar un partido de Grand Slam se tratase. Cruzo justo por el medio con unas ganas tremendas de pasar este amargo trago. La más insignificante irregularidad del terreno es para mis torturados pies de cristal una dolorosa agonía y el punzante adoquinado del suelo de la plaza parece deseoso de querer resquebrajarlos en mil pedazos.


Sufriendo esta cruel tortura pedestre intuyo que un corredor paralelo a mí observa mi dorsal y me dice: "Vamos, Manuel, que ya lo tenemos". Yo miro el suyo y le digo: "Venga, Andreu, que ya nos queda poco". Qué bien sientan esos ánimos, los dos vamos fatal y necesitamos cualquier estímulo. Él me anima teniendo la certeza de que yo también lo animaré a él y entre los dos correremos algunos metros más con un tanto extra de motivación.


Al final de la calle doblamos la esquina y me sitúo Ramblas abajo y otra vez me dejo caer, ahora más que correr me dejo llevar por la fuerza de la gravedad. En este momento, justo al pasar el kilómetro treinta y nueve, el agotamiento es tan extremo que violentamente irrumpe en mi pensamiento la molesta e inevitable pregunta que todo corredor popular se ha formulado en un momento u otro de sus escaramuzas atléticas: ¿Por qué corro? Un punto de depresión me corroe, ya que tras esta pregunta suele venir acompañado el deseo de detenerse y ponerse a caminar tirando la toalla, arrojándolo todo por la borda, mandando el correr y todo lo relacionado con ello al garete. No lo puedo tolerar, no lo voy a permitir. Rebusco en mi interior intentando encontrar alguna forma de combatir este peligroso contratiempo y se me ocurre contraatacar con las mismas armas, es decir, formulándome otras preguntas sin respuesta. ¿Por qué tanta pasión al propinarle patadas a un balón llevándolo de un lado a otro hasta llegar al delirio al introducirlo en una portería? ¿Por qué atarse los pies con una cuerda a la barandilla de un puente y lanzarse al vacío gritando como posesos? ¿Para qué subir a las cumbres más altas del planeta desafiando las extremas leyes de la naturaleza? ¿Porqué además de correr, algunos lo hacen delante de una manada de bestias formada por implacables toros de seiscientos kilos? ¿Por qué los boxeadores se propinan tales palizas ante un oponente desconocido que no les ha hecho nada? ¿Por qué...? Y así, preguntándome la extraña obsesión del ser humano por hacer cosas sin sentido, proezas, hazañas, logros que si no se llevaran a cabo tampoco ocurriría nada, he conseguido despejar las malas ideas de abandonar la empresa y sigo avanzando remolonamente.


El método ha dado resultado y alcanzo el antepenúltimo giro al final de las ramblas realizándolo casi a cámara lenta aprovechando que Colón me da la espalda desde lo alto de su privilegiado mirador y no puede verme para abroncarme ante mi ralentizada progresión. Paso sesteando este corto tramo en paralelo al puerto, recreándome con la vuelta de la brisa marina y el olor a mar y le suplico a mis más que mermadas fuerzas que no desfallezcan ahora y a mis atormentados pies que traten de hacer lo posible por entumecerse y omitir el dolor y la adversidad igual que lo llevan haciendo las piernas hace ya un buen rato ante el feroz ataque de las voraces termitas, que de verdad prometo que éste va a ser el ultimo empeño que pido ahora que el trazado de la carrera adquiere protagonismo y dice aquí estoy yo y tengo la última palabra y tenéis que sufrir para conseguirlo.


El siguiente viraje a la derecha me ha colocado ante las puertas de lo imposible, la cuesta arriba es un bulevar sin horizonte. La Avenida del Paralelo por donde he pasado cientos de veces y nunca jamás me pareció tan inclinada, a estas alturas del camino se me aparece como una pista de esquí alpino vista desde abajo. Amenazadora y temible se presenta con los dientes afilados y dispuesta a devorar a todo atleta que pretenda desafiarla. A los pocos metros de la escalada veo que entre el desgranado público se encuentra un conocido de Mataró y llamo su atención mencionando su nombre: “José”. Me mira sorprendido y obtengo del él lo que esperaba, lo que necesito, esos gritos de ánimo que ahora ya débilmente me estimulan para continuar progresando: “Ánimo Manolo, un par de kilómetros más, ya lo tienes”.


Con la vista clavada en la línea azul del suelo y tratando de ignorar el padecimiento busco y lo consigo, ya diviso el kilómetro cuarenta y al pasar por él dirijo una desinteresada a la vez que curiosa mirada al crono. 3 horas, 47 minutos, 1 segundo. Compruebo con sorpresa que no voy tan mal como yo pensaba y me digo: "No, si aún tendré la desfachatez de bajas de las cuatro horas". Inconscientemente acabo de picar el anzuelo, he caído en la trampa y en este momento y sin quererlo estoy siendo asaltado implacablemente por el ambicioso deseo de desafiar al tiempo y la ansiedad generada aviva mi paso hasta el punto de no querer parar y pasarme de largo el avituallamiento correspondiente. Lamentablemente este alocado speed se esfuma en menos de lo que dura una pompa de jabón y a los quinientos metros el ambicioso deseo se transforma en sensación de arrepentimiento y culpabilidad al comprobar que no llevo nada de agua y necesito beber, no recuerdo cuando agoté la última dosis y tiré la botella. ¿Pero por qué no me he parado en el cuarenta?, ¿Por qué? Dificultosamente, como a trompicones, continúo escalando la despiadada avenida que mostrando insolente su feroz dentadura entre carcajadas me dice: "Ya te lo advertí, no pretendas desafiarme porque lo puedes pagar muy caro". Ya lo veo venir. Ya llega, me devora y caigo rendido en sus fauces. No puedo continuar. Al diablo el bajar de las cuatro horas y la madre que pintó al maratón. Tac, tac, tac, pof. Pinchazo. Igual que un simpático juguete cuando se le acaba la cuerda. Ya estoy caminando a tan solo kilómetro y medio largo de la meta, que grandísima decepción. Tristemente me acabo de unir al club de aquellos que se comenzaban a ver allá por el kilómetro treinta y no he dejado de ver durante todo el resto de la singladura. Ahora soy uno más de aquellos atletas abatidos, cabizbajos y vencidos. Es para mí inadmisible, no lo puedo permitir y trato de hurgar en lo más profundo de mi razón para ver si queda por ahí alguna táctica o fórmula que me permita aunque sea trotar un poco. Pero desgraciadamente, igual que algún día pienso que pasará con nuestro querido planeta, mis recursos se han extinguido. No queda ya nada de donde extraer un mínimo de energía ni física ni mental. Tantos factores negativos han conseguido acabar conmigo. Resignación fatal, creo que finalizaré el maratón caminando.



Sólo algo extraordinario podría solucionarlo y tras una veintena de pasos sumisos durante los cuales me veo superado por más de una docena de atletas ocurre algo sorprendente, un suceso inesperado. Desde el ya reducido público que contempla nuestros últimos sufridos coletazos escucho una bondadosa voz que me dice calmosamente: "Venga, Manuel, corre un poco más que ya llegas, anímate". Levanto la vista y delante, a mi izquierda, encuentro a la propietaria de tan dulce voz. De cabello blanco, chispeantes ojillos y generosa sonrisa iluminada por un dorado premolar dentro de un afable rostro octogenario marcado por el paso del tiempo. Empuña en su mano izquierda un bastón que apoya en el suelo y en la derecha una temblorosa botellita de agua que al intuir que yo la miro con gran apetencia, la “yaya” me la ofrece extendiendo el brazo. Me paro a su altura y acepto el preciado obsequio, bebo tres sorbos y se la devuelvo. Mi valedora abuela dice que no con la cabeza. Por favor, bébetela. Vuelvo a beber y los últimos centilitros me los vierto en la frente sintiendo placenteramente cómo serpentean en mi cara mientras buscan el suelo. Ahora que se la entrego vacía sí que me la acepta. Le digo muchas gracias y volviéndome a conceder la generosa sonrisa iluminada por el dorado premolar me dice: "No hay de qué, Venga a correr".


Es del todo imposible negarme a su deseo mi caritativa ancianita, sería una gran falta de respeto por mi parte. Así que me cuesta sudor y lágrimas pero arranco trotando y me pongo a pensar que aunque no contaba con él, el factor suerte andaba revoloteando perdido por ahí y creo que lo he encontrado en el momento justo. El tosco trotar pasa a ser algo más dinámico cuando llevo un par de minutos y el agua milagrosa se divulga por el organismo. Con la vista clavada en la línea azul del suelo mi mente está recordando la generosidad y la cara risueña de la anónima señora que a partir de ahora decido que ha de tener para mí un nombre y dispongo bautizarla como María Magdalena a la cual le doy efusivamente las gracias por tan grata reanimación. He conseguido zafarme de sus fauces y continúo trepando por la ya prácticamente batida avenida y la sensación que siento al comprobar cómo la línea azul comienza a trazar una diagonal hacia mi izquierda es algo indescriptible porque significa que a tiro de piedra tengo ya el último giro, la última curva que tras negociarla me situará nuevamente en la gloriosa avenida María Cristina para encarar el ya fácil trámite de la recta final.


Ya están ahí de nuevo las torres venecianas, cada vez más cerca. Ya las oigo cuchichear entre ellas: "Aquí viene, si ya era hora, menos mal". Cuatro ruidosas espiraciones más y mi torcer a la izquierda me muestra el pórtico del paraíso. Tan sólo a unas decenas de metros está la puerta del triunfo y la Gloria. Apoteósico. Hace casi un par de horas ya que llegaron los primeros corredores y por lo tanto es escaso el paciente público que está parapetado tras las vallas laterales que encarrilan la entrada a la meta, pero no me importa, aunque estuviera yo solo, es un momento tan íntimo que me basto conmigo mismo. Es más, no lo quiero compartir con nadie y me gusta el vivirlo en solitario. Paso bajo un primer arco hinchable con la publicidad de un conocido refresco, encima del cual un imaginario coro de serafines canta animosamente con sus voces celestiales el himno a la alegría de Beethoven. Ya distingo los dígitos rojos del crono que durante mi ausencia ha corrido algo más allá de las cuatro horas. Me da igual, estoy aquí y estoy corriendo. Ya no voy a parar. No hay ni una sola fibra de mi cuerpo que se atreva ya a insinuar la más mínima protesta. No siento ninguna molestia, ningún dolor, todo es satisfacción y placer y gozo y alegría y emoción y júbilo y entusiasmo y orgullo y una inmensa felicidad total.


Paso un segundo arco hinchable con la publicidad de una marca deportiva, encima del cual una imaginaria orquesta de querubines toca animosamente con su sonido celestial la quinta sinfonía, también de uno de los mejores compositores de la historia, el grandísimo Ludwig Van. Esto ya está, en el tercer arco hinchable ya está la meta y la tengo a escasos cincuenta metros. Encima del reloj digital que cuelga del mismo, un imaginario conjunto de ángeles trompeteros tocará animosamente con sus instrumentos de oro una atronadora melodía triunfal solemnizando mi victoriosa llegada.


Qué grande es todo esto, que exultación, momento para la historia, (la mía particular, claro) finalmente alcanzo el éxtasis. Paro el crono y extiendo los brazos alzando la vista al cielo a la vez que piso con fuerza la alfombra de chips. Bien aquí me tienes, me digo a mi mismo. Lo he conseguido. El reto era difícil y complicado pero aplicando la combinación de una picarona estrategia con una mínima dosis del factor suerte el poder mental ha conseguido ganarle la batalla a la debilidad física.


Alguien me ha puesto en la mano derecha una lata de refresco y colgado al cuello una pesada medalla que me califica como “FINISHER” del maratón. La miro, la contemplo como un preciado tesoro, un valioso trofeo que para mí es tan importante como lo puede ser la de oro conseguida por el ganador de un maratón olímpico. Miro el crono, cuatro horas, dos minutos y siete segundos pero eso me importa un bledo, eso es lo de menos. Ya estoy en el nivel superior, en lo más alto del escalafón, me he convertido en un maratoniano.


Filípides, ya soy como tú, un héroe.


Es bueno correr, pero es mucho mejor poder correr.


Manuel Fragoso Cacereño
Barcelona, 25 de Marzo de 2012



- Ver otras crónicas.