Crónica de un corredor dominguero. Llegó la Fiesta.

Preparados para la gran cita de la Maratón de Nueva York. A las 3 de la mañana ya estaba despierto, y muy despierto. A las 5 comencé los preparativos y el ritual de aseo, protección de rozaduras, y vestimenta.

Ya en la zona de salida, a las 7:30h, con 3 horas por delante para empezar nuestra gesta, mi amigo Luis y yo nos dirigimos a la explanada que nos correspondía. A pesar del gran número de corredores -más de 47.000 personas-, no tuvimos sensación de hacinamiento. Te topabas con personas de todas las nacionalidades, clase y condición.


En la puerta de nuestro cajón nos quitamos la ropa de abrigo que llevábamos, la depositamos en los espacios habilitados por la organización para ser distribuida entre las personas necesitadas de la ciudad, “los homeless”, y nos fuimos cubriendo los 600 metros que no separaban de la línea de salida.


Todos parados, contemplando la fuerte y larga subida del puente Verrazano, escuchamos, en respetuoso silencio, el himno nacional, E inmediatamente después la famosa canción que Frank Sinatra dedicó a la ciudad, y todo el mundo se animó a seguirla, cantando o tarareando:


“...in old New York
if I can make it there, i'll make it anywhere
it's up to you, New York... New York
New york... New York
I want to wake...”


Y llegó el momento, la salida, y sin solución de continuidad hasta la meta... que para eso te has estado entrenando y sacrificando durante 21 semanas. Se acabaron las excusas, los dolores, los catarros, los nervios, la ansiedad y el frío. Todo eso pertenece al pasado y "el pasado no existe”.
Así empecé a correr, con un pequeño bajón inicial, debido a unas altas pulsaciones en los primeros kilómetros. El ritmo que llevábamos era bueno, y empezaba a gustarnos la sensación, nos sentíamos fuertes, pero en el kilómetro 5 volví a mirar el pulsómetro y seguía alto, de modo que me despedí de mi compañero y, aunque él intentó en repetidas ocasiones animarme a seguir con buen ritmo, emprendí mi camino a la meta en solitario con un ritmo más lento. En esos momentos comenzaba una nueva carrera para mí.


Poco a poco empezó a absorberme el ambientazo de las calles de Brooklyn, Queens, 1ª Avenida, Bronx, 5ª Avenida y Central Park. Es una fiesta, una fiesta que no cesa en momento alguno, durante los 42km te sientes muy, muy, muy arropado. Disfrutas corriendo. Los numerosos pequeños grupos musicales que animaban la fiesta estaban por todas las esquinas. Qué gente, cómo nos jaleaban a los corredores con sus aplausos y sus constantes alusiones personalizadas a los corredores que teníamos identificado nuestro nombre en lugar visible, constantemente oía mi nombre. Se me olvidaba que estaba corriendo un maratón, tenía que hacer esfuerzos para no aumentar el ritmo.


Pasados los 10 km. las pulsaciones no habían bajado, oscilaban entre 173 y 178, pero yo ya estaba entregado a la causa, no pararía hasta el final. En el kilómetro 13, dando saltos entre el público, distinguí a mi hija y a mi mujer. Me estaban esperando para animarme, y cierto fue que me animaron.


Pasado el ecuador de la prueba llegó la hora de encarar el famoso puente de Queensboro, el cielo porque se corre por el nivel inferior del mismo, y no hay gente animándote. Constituye uno de los peores puntos a superar de la prueba. Se me hacía interminable pero lo superé. Cuando estaba en plena bajada, obviamente sencilla en comparación con la subida, no me resultó nada cómoda, ya que a mis músculos y articulaciones no les hacía gracia alguna recibir, uno tras otro, los impactos con el asfalto. Estaba deseando terminar el puñetero puente.


Ya en la 5ª Avenida vislumbré a una persona que tenía una bandera de España sobre los hombros y, lógicamente, me dirigí hacia él para saludarle. Cuando llegué a su altura, me dijo: “No te preocupes Paulino, que te he hecho más fotos durante la carrera”. Entonces le reconocí, ya nos habíamos encontrado en iguales circunstancias en otra parte del recorrido, conoceréis la explicación al concluir la lectura del relato.


Ya estaba todo resuelto. Llegar a la meta estaba asegurado... o eso creía yo... Hasta que en la última rampa de la 5ª Avenida empecé a notar ciertas molestias debajo de la rótula de la rodilla izquierda. Continué corriendo y entré en Central Park y, pasada la primera curva, volví a encontrarme con mi mujer e hija. Fue toda una alegría porque esta vez no lo sabía.


Conociendo el terreno, y porque me encontraba con fuerzas, decidí incrementar el ritmo para recuperar algo del tiempo que había perdido, pero volvieron las molestias en la rótula izquierda y en el gemelo, y las molestias se convirtieron en dolor. Más adelante vino lo peor, de repente noté un fortísimo dolor en el gemelo derecho que me dejó clavado en el sitio con fuertes calambres. En el resto de las cuestas, por suaves que éstas fueran, volvían los calambres.


Cuando me quedaban poco más de 400 metros, vi que una mujer que corría un poco delante de mí, con una camiseta igual a la mía, se quedó clavada de golpe. Empecé a animarla con gritos de “¡Venga campeona!, que ya no queda nada”, la agarré por el codo y la impulsé durante unos metros. Pero ahí no acabó todo porque, a escasos metros de la línea de meta me repitió un fuerte calambre y ahora fue mi compañera quien me ayudó a mí. Se llama Carmen, es de Zaragoza.


Crucé la meta dando saltitos como los gorriones, con un tiempo de 4 horas y 55 minutos. Ya sé que no es un tiempo para presumir pero lo cierto es que no me preocupa. Me quedo con que el hecho de haber disfrutado, seguido bien el duro plan de entrenamiento y haber hecho una carrera sensata, la carrera que debía hacer, MI carrera. Tiempo tendré de mejorar la marca si sigo en este mundillo. Y todo ello, a pesar de la gripe, las altas pulsaciones y de haber conocido a esos señores tan desagradables llamados calambres.


Cuando llegué al camión donde estaba mi ropa seca y de abrigo encontré a mi amigo Luis. Llevaba esperándome un buen rato. Nos abrazamos emotivamente, nos felicitamos y nos fuimos para el hotel. Nos sentíamos muy felices con nuestras medallas colgando de nuestros cuellos.


El resto de los días los aprovechamos para hacer compras y pasear por la ciudad, Este divertimento, además de para conocer la ciudad, me servía de ejercicio de rehabilitación para ir arrinconando las fortísimas agujetas que tenía.


El último día recibí un SMS que decía: “Soy Carmen. Resulta que mi marido te hizo fotos durante la carrera.” ¡Qué coincidencias tiene la vida! Me encuentro durante la carrera con un desconocido que me dice que ya me ha hecho fotos. Estoy convencido de que se trata de un fotógrafo de la organización y resulta que es el marido de una corredora a la que ayudo en un momento en la recta final. La misma corredora que, pocos metros después, me ayuda a mí a cruzar la meta. Parece el guión inventado de una película. Pero ya se sabe... la realidad siempre supera a la ficción.


Este relato, y mi paso por la línea de meta, se lo dedico a todas las personas que me han apoyado en este bonito reto. A Luis Tapia J., que es quien hace posible que me pueda comunicar con vosotros. A Santi Sierra, el riojano, que, sin conocerme, tan buenos consejos me ha dado. Por supuesto, a mi familia, por haber sabido aguantar sin desmayo. Y también, de una manera especial, se lo dedico, in memoriam, a mi excompañero de trabajo y, sobre todo amigo, Valentín Cerezo Ibáñez, para que, esté donde esté, sepa que uno no deja de existir mientras haya alguien que lo recuerde. Por ti, Valentín, porque, en más de una ocasión supiste y quisiste ayudarme cuando trabajábamos juntos en la década de los noventa y porque, igualmente en esta ocasión, aunque no te haya mencionado en el relato, tú sabes que durante la carrera me acompañaste, y en alguno de los momentos de bajón anímico fuiste el sherpa que cargó con mi mochila. Gracias AMIGO!. Un fuerte abrazo.


Paulino Aparicio Garrido
Corredor dominguero. 12 de Noviembre de 2011.


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